Adiós a David Lynch, el último surrealista del cine
Cineasta clave de la segunda mitad del siglo XX, creador de iconos inolvidables y, de rebote, renovador de la televisión, David Lynch acaba de fallecer a los 78 años. Al mismo tiempo representante de lo mejor de Hollywood y rabioso independiente, fue el último heredero directo del surrealismo y su cabal embajador americano.
Es extraño informar que ha fallecido David Lynch por dos razones: en primer lugar, porque suena a una broma de David Lynch; en segundo, porque aunque hacía tiempo que no filmaba (su última gran participación en el audiovisual fue la increíble “tercera temporada” de Twin Peaks que difundió Netflix en 2018) se lo podía considerar eterno. Es cierto que había anunciado hace algunos meses que dejaba de filmar o aparecer en público a causa del enfisema ("me gusta fumar, no quiero dejar de hacerlo pero debo", dijo en un posteo en redes sociales), esperábamos alguna otra sorpresa. O que no se muriera: hubiera sido su último gesto surrealista.
Mencionar a Lynch como “surrealista” es, también, motivo para el error. A muchos artistas que optan por lo raro, lo grotesco e incluso lo incongruente como forma poética se los llama “surrealistas”, a falta de otro término. Pero David Lynch no solo era un gran admirador de Luis Buñuel sino que además era capaz de citar en sus películas a Salvador Dalí (la oreja cercenada llena de hormigas en Terciopelo azul, o los mirlos con la cucaracha en el pico de la misma película) y atacar el “orden burgués” sin estar necesariamente en contra, como el Buñuel de El discreto encanto de la burguesía. Lynch era realmente surrealista porque su lógica siempre fue la de los sueños y eso es lo que definía al movimiento: el materialismo extremo aplicado incluso a la fantasía y a lo onírico.
Pocos saben que empezó como dibujante y creó una historieta increíble, The Angriest Dog in the World ("El perro más enojado del mundo") que era siempre igual salvo los textos, e incluía a un perro siempre a punto de romper su cadena.
Sus primeras películas, de hecho, son dibujos animados totalmente experimentales, como The Alphabet.
La animación es clave para entender el diseño de las películas de Lynch, que muchas veces optaban por imágenes perturbadoras nacidas de esa plasticidad que permite el dibujo. De hecho, en este siglo crearía una hiperviolenta serie de pocos episodios animados con una computadora de forma minimalista, Dumbland. Lo que permite pensar que gran parte del cine de David Lynch no sólo es sueño (pesadilla en muchos casos), sino también juego.
El primer largometraje ya define toda su estética: Eraserhead (Cabeza borradora) de 1977 presentaba un mundo industrial oscuro en el que un personaje que trabaja en una oscura fábrica de gomas de borrar tiene un hijo monstruoso y visiones extrañas que incorporan a una cantante en un radiador. Lo central es un uso sistemático del clima, del juego con la iluminación para que aparezca lo opresivo o un uso del plan que vuelve perturbador lo más común. Además de la música, siempre en forma de acordes o de ruidos que generan inquietud en el espectador aunque la imagen sea luminosa. El cine de Lynch e basa en que nunca pisemos terreno firme.
Gracias al éxito de culto de esa película, Mel Brooks -nada menos- le ayudó a financiar su éxito El hombre elefante, en el que muestra la vida de un hombre deforme que conquista con su inteligencia a la sociedad victoriana. Lo más interesante es que el “monstruo” aparece como mucho más normal que el mundo que lo rodea (Lynch hace que el “deforme” que interpreta John Hurt sea visto como algo cotidiano, mientras que el discurso cientificista de su “salvador” Anthony Hopkins es perfectamente freak. La película fue un enorme éxito y tuvo varias nominaciones al Oscar. Y no, no ganó.
Pero ahí estaban los ochenta, donde el italiano Dino de Laurentiis vio una posibilidad de adaptar la novela de Frank Herbert Dune (cuasi quimera ya intentada por Alejandro Jodorowsky) y creyó que Lynch era el ideal Puede ser que en certo sentido lo fuera: hizo la suya. La película (disponible en varias plataformas) es más o menos fiel a la novela, pero es mucho más que delirante en su puesta en escena por momentos circense, por momentos visceralmente asquerosa. Hoy ver esa especie de Star Wars pasada por ácido es una experiencia más surreal que el arte del propio Lynch, y tiene su encanto. Pero fue un enorme fracaso.
Sin embargo, la cercanía con De Laurtentiis permitió que rodara la primera película definitivamente “Lynch” en Hollywood, Terciopelo azul, un policial negro en el que un jovencito normal (Kyle McLachlan) de un suburbuio típico y colorido, con noviecita rubia y virginal (Laura Dern), descubre una oreja cortada, una cantante masoquista (Isabella Rosselini) y un mafioso perverso hasta lo cómico (Dennis Hopper). Al mismo tiempo sátira social y policial negro, se convirtió en una obra de culto, puro cine “cínico” de los años ochenta, poderoso desde lo visual.
A él le siguieron la sátira de road movie Corazón salvaje (con impresionantes trabajos de Nicolas Cage y Willem Dafoe, con terrible juego entre el humor negro, el horror y el cuento de hadas literal), y la obra que redefinió la cultura popular audiovisual: Twin Peaks.
Twin Peaks es una serie de TV, pero es la serie de TV que acaba con todas las series de TV. Comienza como un misterio triste: la joven Laura Palmer aparece muerta a la vera de un lago y en el pueblito de Twin Peaks hay varios sospechosos. Pero todo, poco a poco, muta en lo fantástico, lo surreal y lo absurdo. Desde el gran Dale Cooper, el detective con métodos inconcebibles interpretado por McLachlan, hasta el detective que llora por cualquier cosa, o la dama del tronco, o la jovencita a la que siempre acompaña música seductora, sin contarcon los lugares comunes de la telenovela alternados con la aparición de un infierno rojo del que surge el Mal llamado Bob, todo es imprevisible y adictivo. Es la primera “serie de culto”, la primera que causaba fanatismo y teorías, la primera que generó conversación “de red social” antes de las redes sociales. Todo lo que fueron luego Lost o Game of Thrones casi cuatro décadas más tarde, estaban en germen en Twin Peaks. La película (precuela) que narra las últimas horas de Laura Palmer, de paso, es una de las obras más perturbadoras de Lynch, un juego en el que se combinaba el más puro horror con el absurdo cómico, a veces en la misma secuencia.
De allí en más, las películas de Lynch -con una excepción- se convirtieron en puro sueño diurno, en pura pesadilla surreal. Carretera perdida, con su trama doble que simulaba inspirarse en Vértigo, fue el prolehómeno a su verdadera obra maestra: El camino de los sueños (Mullholland Drive, que le dio la Palma de Oro en Cannes), donde Naomi Watts es -o puede ser- una jovencita que busca triunfar en Hollywood, o es -o puede ser- una joven deprimida por la muerte o el abandono de la mujer de la que está rabiosamente enamorada. Es, además, muchas otras cosas, un mosaico de momentos que parecen absurdos pero crean su propia lógica. Hay algo en la película que se nota perfectamente: a Lynch le gusta mucho hacer películas. Lo continuaría con Inland Empire, de casi cuatro horas, que es un resumen a veces abrumador de su obra. O con su telenovela de conejitos (uno de los conejos es la propia Watts) Rabbits, otra locura.
Decíamos que había una excepción a esta regla de películas raras: Una historia simple, que cuenta el viaje de un anciano por la geografía rural de los Estados Unidos montado en una máquina de cortar pasto y para ver a su hermano. Ahí, en esa película “apta para todo público” y plácida, Lynch desnuda una de sus formas más frecuentes: el viaje, el descubrimiento. Mirar el mundo y sus paisajes y relaciones como algo extraño y fascinante. Quizás sea la película más bella del director, y la clave verdadera de su obra.
Finalmente, la “tercera Twin Peks”, la serie que hizo para Netflix. Dejemos de lado su libro de meditaciones Atrapa al pez dorado, donde posa de maestro zen (¡David Lynch era sobre todo un humorista!) y pensemos en esa serie que en lugar de cerrar el misterio de aquellas dos temporadas (especialmente de la segunda, que Lynch no quería hacer y que destrozó en el episodio final), creó momentos únicos de purísimo cine, de invención sin necesidad de seguir una trama (que, de todos modos, está: sobre todo sus propias apariciones). El Episodio 8 probablemente sea la mayor obra de culto de la TV reciente, con su explosión atómica, su recital de Nine Inch Nails y sus referencias a Eraserhead. Es una pena que hoy esté inaccesible: Lynch había decidido divertirse. Bueno, como siempre.