OPINIÓN

Bergoglio, un porteño con calle experto en la negociación política

Siempre abierto al diálogo, Francisco defendió la dignidad humana hasta el último día de su papado

gbuttazzoni

Pese a que se crió en el seno de una familia profundamente católica, la vocación le llegó recién en la juventud. Ya había comenzado una carrera universitaria y tenía una cosmovisión definida antes de sentir, a los 20 años y en un confesionario de la Basílica de San José de Flores, que su vocación estaba en la vida consagrada. Jorge Bergoglio era un animal político incluso antes de ingresar en el seminario de la Compañía de Jesús.

Esa "calle" fue siempre un puntal de su personalidad. La conservó y la cultivó a la par de la sólida formación religiosa que lo llevó a escalar en una congregación dedicada al debate, a discutir con el mundo desde una mirada religiosa. Con ese don a cuestas su camino creció irremediablemente. En 1973, a los 36 años, asumió como provincial de los jesuitas de Argentina. Tiempos en los que contar con cintura política estaba cerca de convertirse en cuestión de vida o muerte. Tanto que su actuación para evitar la desaparición de dos religiosos de la orden le valió múltiples cuestionamientos a pesar de las gestiones realizadas ante las autoridades nacionales, ya en tiempos de dictadura.

Su pertenencia al peronismo fue más cultural y doctrinaria que orgánica. Durante el exilio de Perón se había vinculado con referentes del grupo Guardia de Hierro. Para expresarlo en términos del debate actual, Bergoglio creía en los conceptos de justicia social y comunidad organizada. No es necesario hilar fino en encuentros y desencuentros personales con el justicialismo.

Bergoglio hizo un culto de la política. En su oficina del arzobispado porteño recibía silenciosamente a toda la dirigencia política, empresaria y sindical del país. "Desde esta ventana seguí las jornadas del 19 y del 20 de diciembre, reconocí heroísmo y miserias por igual", señaló algunos años después sobre los acontecimientos de 2001. Con la misma naturalidad que dialogaba con los principales referentes del poder se perdía en los vagones de la Línea A o encaraba caminando por la calle Atuel, rumbo a la villa 21-24, donde le gustaba celebrar la misa con los curas villeros y se regocijaba si los vecinos lo llamaran "Jorge".

Abierto al diálogo interreligioso, cultivó la hermandad con judíos e islámicos con la misma naturalidad que cualquier porteño que vive y siente la vida codo a codo entre hermanos de distintos cultos. Esa apertura, sin embargo, no disimulaba su profunda ortodoxia puertas adentro. Como buen político, rehusaba las discusiones cuando sabía que no llevaba las de ganar y sabía esconder públicamente posiciones incómodas.

Siempre en su época como cabeza de los católicos argentinos, en tiempos en los que los aportes del Estado a la Iglesia formaban parte de una acalorado debate público, un colaborador, en una charla en confianza, bromeó: "Estamos más cerca de renunciar a la inmaculada concepción que a los aportes". La ocurrencia despertó más risas que retos en los interlocutores, entre los que se encontraba el futuro Papa.

Según cuentan, la elección de Benedicto XVI lo había dejado, en el devenir de las votaciones, como receptor de buena parte de los votos progresistas del cónclave. La renuncia de Joseph Ratzinger guardaba intrínsicamente la denuncia de una situación límite, de una Iglesia sobrepasada por denuncias y enfrentada a las corrientes de pensamiento occidentales. Hacía falta un político de raza. Sino para lograr drásticos cambios de rumbo, al menos para encausar posiciones, para enfrentar auditorios lejos de la batalla. Tanto como la dimisión de Benedicto, el nombre mismo de Francisco fue toda una declaración, un modelo de Iglesia a construir.

En un avión, en diálogo franco con periodistas de todo el mundo, Francisco defendía la inclusión de los homosexuales en la vida de la Iglesia al mismo tiempo que defenestraba el "lobby gay". No se trataba de ganar o de perder sino insertarse "políticamente" en el debate, de posicionar nuevamente a la Iglesia en el mundo. Durante su papado se esforzó, sin las consecuencias deseadas, por instalar la idea de que la Tercera Guerra Mundial ya es una realidad. Con éxito dispar, intentó mediar en todos los conflictos bélicos que se sucedieron a lo largo de su misión.

Exhausto, en su último día de vida terrenal, Francisco le recibió al vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, a quien días atrás le había reprochado públicamente una justificación teológica de la política desplegada por la gestión Trump hacia los inmigrantes ilegales. "El amor construye una fraternidad abierta a todos, sin excepción", lo enfrentó Francisco, hijo de un inmigrante italiano, en defensa de la dignidad humana.

Los tiempos lo excedieron, como a todos los mortales. La Iglesia hace culto de esos vaivenes que no encuentran explicación en la mirada corta. Los años dirán si la vida acompaña las semillas esparcidas por el pastor mundial surgido en un hogar del porteño barrio de Flores.

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