NEUROCIENCIA

¿La inteligencia artificial nos vuelve menos inteligentes?

El verdadero desafío es poder integrar esta tecnología de forma crítica, supervisada y ética

Ibrusco

"Mejor que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época"

Jacques Lacan

 

La naturalización de la inteligencia artificial (IA) en la vida cotidiana ha despertado entusiasmos y temores. Uno de los más frecuentes es creer que "atrofia" o "disminuye" la inteligencia humana. La imagen de un futuro con seres humanos cada vez más pasivos y dependientes de herramientas tecnológicas que piensen por ellos quizás sea seductora para algunos, pero es apenas una parte del debate.

En ese marco, el problema puede no estar en la herramienta sino en el uso que se hace de ella. Y también en el modo en cual se discute su efecto sobre nuestra inteligencia, muchas veces desde el prejuicio o desde la alarma, sin bases científicas sólidas.

Conviene recordar que la inteligencia no es un bloque único sino un conjunto de funciones cognitivas complejas: memoria, lenguaje, atención, razonamiento abstracto, toma de decisiones. A esto se suman otras dimensiones que ya nadie niega: la inteligencia emocional, social, musical y visuoespacial. Y, especialmente, la flexibilidad mental o capacidad para adaptarnos.

En las últimas décadas, numerosos estudios han mostrado que el coeficiente intelectual de la población mundial aumentó de generación en generación. Es lo que se conoce como "efecto Flynn". Cambios culturales, mejor alimentación, escolarización universal y estimulación tecnológica parecen haber jugado un papel central. Es decir: hasta ahora, el entorno digital ha potenciado funciones cognitivas como la velocidad de procesamiento o la abstracción, sin evidencia alguna de un retroceso general de la inteligencia.

No obstante, y con razón, se han planteado algunas preocupaciones. El uso excesivo de herramientas que automatizan funciones cognitivas puede, en ciertos casos, generar una especie de "atrofia por desuso", como ya sucedió con los números de teléfono (que hoy delegamos en el celular) o con la orientación espacial por GPS. Algunos estudios incluso señalan una disminución de la atención sostenida, especialmente en niños y en adolescentes hiperexpuestos a las pantallas.

Pero esto no equivale a una pérdida irreversible de inteligencia. Significa que ciertas funciones se reorganizan: algunas se externalizan (como la memoria factual), mientras que otras se fortalecen (como la multitarea o la integración de estímulos simultáneos). Lo que cambia es el perfil cognitivo, no necesariamente su capacidad global. En este punto, conviene distinguir entre el uso crítico de la IA (como extensión del pensamiento) y el uso pasivo (como sustituto acrítico). Es esto último lo que puede generar efectos adversos, como la pérdida de juicio propio o la delegación excesiva de decisiones en algoritmos sin siquiera cuestionarlos.

La IA no toma decisiones éticas, no tiene conciencia (¿por ahora?) y no entiende el contexto subjetivo de nuestras elecciones. Puede simular una conversación o predecir un comportamiento, pero no cuenta con libre albedrío ni con sentido de responsabilidad. Esto sigue siendo exclusivo del ser humano. Y aquí aparece uno de los mayores riesgos: creer que la IA puede "saber" por nosotros. Esa ilusión de autoridad algorítmica puede ser peligrosa en campos sensibles como la medicina, el derecho o la educación. Como advertí en una nota reciente, usar ChatGPT sin supervisión para tomar decisiones clínicas podría incluso rozar la mala praxis.

El verdadero desafío es integrar estas herramientas de forma crítica, supervisada y ética. Usarlas para potenciar (no reemplazar) nuestra capacidad para pensar, decidir o crear.

La toma de decisiones, núcleo último de la conducta humana, es un proceso biológico, emocional, social y cultural. El cerebro combina la razón de la corteza prefrontal con la emoción del sistema límbico. A eso se suman factores inconscientes, sesgos cognitivos y motivaciones profundas. No somos seres lógicos, somos seres racionales y emocionales.

La inteligencia artificial puede influir en estos procesos, pero no reemplazarlos. Incluso las tecnologías más avanzadas como la IA generalizada, que promete realizar cualquier tarea intelectual, no disponen aún de algo que se parezca a la experiencia subjetiva. Y la llamada "singularidad", ese punto hipotético en que la IA supere a la inteligencia humana, es por ahora una hipótesis filosófica más que un dato científico.

Nuestra inteligencia no es solo cálculo o lógica. Es empatía, autoconciencia y ética. Es lenguaje, historia, arte y deseo. Es lo que nos hace humanos. Y eso es precisamente lo que está en juego cuando la tecnología interviene en nuestra percepción, en nuestras emociones o en nuestras decisiones.

En los juegos virtuales, por ejemplo, los estudios muestran cómo los avatares activan zonas del cerebro ligadas a la identidad corporal o la emoción. Las adicciones digitales, la ludopatía online, el uso compulsivo de redes sociales: todo eso nos interpela sobre cómo regular la relación entre mente, cuerpo y máquina.

Pero también hay oportunidades, como las plataformas que estimulan la cognición en la tercera edad, los entornos educativos personalizados y el uso creativo de IA tanto en la música como en la ciencia y en la literatura. La clave es encontrar un equilibrio que preserve nuestra subjetividad, nuestra libertad y nuestra inteligencia en el sentido más profundo.

Decir que "la IA nos vuelve tontos" es tan falso como decir que "la IA resolverá todos los problemas". Ambas posturas son extremas, reduccionistas y equivocadas. No se puede debatir el impacto de una tecnología sin entender su contexto social, su base científica y su potencial cultural.

Lo cierto es que estamos ante una transformación profunda. Como antes lo fue la imprenta, la máquina de vapor o incluso Internet. Y como toda transformación, implica riesgos y oportunidades. No podemos caer ni en la idealización tecnológica ni en el catastrofismo. La inteligencia humana no se debería disminuir por usar IA. Disminuye cuando dejamos de pensar por nosotros mismos, algo que no debemos solapar.

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