Los verdaderos amigos no esperan ser llamados
La mejor condición humana se manifiesta en y con los otros
En una época en la que todo el mundo parece tener muchos más amigos que antes, pero, al mismo tiempo, se vive una epidemia de soledad, no es fácil hablar de la amistad. Tenemos capacidad de soñar, de no encerrarnos en laberintos ideológicos, de confiar en que, de verdad, podemos cambiar el mundo creando “amistad social”.
Esta amistad no consiste en una simbiosis que anule personalidades y convicciones, sino en la capacidad de buscar juntos, desde posturas muy diversas, lo conveniente para todos, el tradicional bien común. Se manifiesta, sobre todo, en la primacía de la persona por encima de la ideología: en la capacidad de querer a los que no sienten como yo, que no comparten la misma visión de la vida y del mundo. No se puede sacrificar a ningún amigo por las ideas.
Alguien, que se consideraba un gran amigo, decía: “Yo daría mi vida cien veces por defender la libertad de tu conciencia, aunque estoy seguro que hay otros que darían cien veces mi vida por defender su doctrina”. La amistad social funciona como una defensa contra el miedo inoculado y las dictaduras del silencio y la sospecha; sitúa la crítica de las posturas contrarias en estilos que huyen del agravio personal, del insulto o de cualquier forma de violencia. Porque la amistad siempre construye y acerca, jamás pretende aniquilar al oponente.
La mejor condición humana se manifiesta necesariamente en y con los otros. En las interrelaciones surgen sentimientos y valores. Por eso, y para alimento del ámbito social, no puede faltar en el corazón de cada uno el dinamismo de la amistad. Sentimiento positivo, especie de magnetismo, de atracción que nos conduce a estar con otro, a dialogar y compartir. Afinidad, donación y confidencia. En la amistad hay una mezcla de admiración y seducción. Hay cercanía, conversación, intercambio de pareceres, desahogo en los momentos difíciles, búsqueda de consejo. La amistad es “benevolencia recíproca dialogada”.
No hace falta la proximidad física. Pero se nutre de cotidianidad. Se construye en el tiempo a través del trato afectuoso habitual. Escucharse “sin mirar el reloj y sin esperar resultados escribió la Madre Teresa de Calcuta nos enseña algo sobre el amor”. Así pasa entre los amigos. El amor de amistad vive del tiempo compartido. El amigo es otro yo porque se llega a compartir con él la existencia particular en la mutua comunicación de palabras y sentimientos; por tanto el hombre feliz necesita tener un amigo.
Saint-Exupéry decía con la belleza de su literatura: “En tu casa –amigo- puedo entrar sin vestirme con un uniforme, sin someterme a la recitación de un Corán, sin renunciar a nada de mi patria interior. Tú consideras en mí simplemente al Hombre, tú honras en mí al embajador de creencias, de costumbres, de amores particulares”. Vivimos en una posmodernidad en la que lo duradero da paso a lo transitorio y la necesidad, a su vez, al deseo y el utilitarismo.
Una verdadera amistad necesariamente transita por el crecimiento. Es imprescindible crear un desierto interior y aceptar que el amigo lo habite para complementarnos. Se hace imposible convivir con celos, envidia, competencia, orgullo, arrogancia. Los verdaderos amigos nos ayudan a crecer; nos revelan lo que somos; nos hacen de espejo, especialmente en los momentos difíciles. Podemos olvidarnos de aquel con quien reímos mucho, pero nunca olvidaremos a aquel con quien lloramos.
Existen motivos para pensar que, en no pocas ocasiones, no somos nosotros quienes verdaderamente elegimos a nuestros amigos. Unas veces la casualidad, otras una afinidad parcial o, más extrañamente, una absoluta y perfecta complicidad convierten a las personas que nos rodean, en amigos nuestros. En general las verdaderas amistades, no se explicitan; se dan y se cultivan. La otra persona entra en nuestra vida como preocupación, como buen deseo, como sana curiosidad. En el vivir diario, cada uno se forja las relaciones de la mejor manera que puede; y esto aparte de una necesidad, es un arte, un saber hacer.
Decía Aristóteles que cultivar una amistad es una virtud. ¿Hemos dejado quizá de ser virtuosos, de recordar aquello de “quien tiene un amigo tiene un tesoro”? Está claro que difícilmente podremos sobrevivir en la soledad y el aislamiento. Necesitamos en quién confiar y con quién compartir. En la prosperidad los verdaderos amigos esperan ser llamados; en la adversidad, se presentan espontáneamente.
Así lo cuenta Anthony de Mello: "-Mi amigo no ha regresado del campo de batalla, señor, solicito permiso para salir a buscarlo.
-Permiso denegado, replicó el oficial, no quiero que arriesgue usted su vida por un hombre que probablemente esté muerto.
El soldado, haciendo caso omiso a la prohibición, salió, y una hora más tarde regresó mortalmente herido, transportando el cadáver de su amigo.
El oficial estaba furioso: -¡Ya le dije yo que había muerto¡! Ahora he perdido dos hombres! Dígame, ¿merecía la pena salir a traer un cadáver?
Y el soldado moribundo respondió: -Claro que sí señor, cuando lo encontré, todavía estaba vivo y pudo decirme: "Jack...estaba seguro de que vendrías".