Cortar la rama

No nos conformemos con ser mediocres

Debemos dejar de ser espectadores y convertirnos en protagonistas.

Lic. Aldo Godino

Difícilmente vamos a poder superar cualquier problema personal, familiar o social si no abordamos la crisis moral que se encuentra en la raíz de todo conflicto. Parece que el actual modelo de vida comunitaria (aunque sea más libre y menos severo) presenta un cierto carácter facilista y monótono, que no fomenta grandes actitudes ni nos depara sorpresas revolucionarias.

Nuestra sociedad está cada vez más pensada para el "adulto infantilizado", ese que compone las abultadas audiencias de programas televisivos con cero capacidad de pensamiento. El exceso de comodidades y satisfacciones materiales embota la imaginación y la capacidad de sorprenda. Mucho más interesante que ese estado donde "no falta nada" es la actitud de estrenar la vida cada día, de no dejarse atrapar tanto por la rutina como por la mediocridad.

Aquellos que no sufren carencias, que ya no necesitan nada, se encuentran en lo que los griegos denominaban "apatheia"; es decir, apatía. No sentir ni padecer es una de las mayores desgracias que nos pueden ocurrir y es uno de los peores legados que se pueden transmitir a las siguientes generaciones. Recibir todo solucionado no educa y tampoco ayuda.

La saciedad, la indiferencia y la superficialidad que se extienden como un manto de niebla en la sociedad contemporánea deben ser disueltas por una potente voz que nos despierte, que inquiete las conciencias, que genere nuevas preguntas sobre el sentido de la vida. Algo que "haga sentir lo extraordinario en las cosas ordinarias, el misterio y la belleza que se ocultan bajo el velo de la realidad cotidiana", como decía Giovanni Papini. Un llamado a "despertar" entre tanta mediocridad cotidiana. En todos los tiempos y lugares, aquel que expresa su verdad en voz alta y lealmente causa inquietud entre los que viven a la sombra de intereses creados y mezquinos.

"Mientan todos ustedes, pero no cuenten con mi colaboración; finjan honradez mientras son corruptos, pero sin mi ayuda; pliéguense dócilmente a leyes inmorales, pero les anticipo mi desobediencia". Desde luego, vivir de esta manera resulta peligroso, pero es un "bello riesgo", como planteaba Platón. Deberíamos tener más voluntad de aventura y una mayor disposición para esa actitud que Teresa de Ávila sintetizaba en la expresión "arriesgar la vida".

Quien no arriesga termina siendo un mediocre, producto de la costumbre, un ser desprovisto de fantasía que lleva una vida honesta gracias a la moderación de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelectuales, arrastrando con paciencia conmovedora todo el fardo de prejuicios que heredó de sus antepasados. No inventa nada, no crea, no empuja, no rompe; aunque, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra el acecho de los "inadaptables".

Ser mediocre no es malo porque se trate de un defecto sino porque nos impulsa a quedarnos con lo mínimo aceptable, con el menor esfuerzo. Elegimos no hacer, no arriesgarnos, no descubrir, no intentar, no equivocarnos, no ver y no encontrar. Una persona que optó por permanecer en la mediocridad simplemente no alcanza todo su potencial porque no se esfuerza más allá de su zona de confort.

Cuando optamos por quedarnos en la mediocridad también elegimos ocultar nuestras habilidades y nuestros talentos, dejando pasar muchas oportunidades. Pero sabemos que es mucho mejor salir y arriesgarse ante que tener una vida insatisfactoria. Debemos dejar de ser espectadores para convertirnos en protagonistas, aunque eso a veces provoque dolor.

La magnanimidad, en la otra punta de la tibieza, es una virtud de los corazones grandes, que perdonan, disculpan y comprenden pero no pierden la tensión hacia las cosas magnas. Es magnánimo aquel que exige lo grande y se dignifica con ello. Es hombre de genio quien siempre encuentra incompleta su obra y va por más.

"El rey de una importante comarca se sentía muy decepcionado, pues a pesar de su poder no podía conseguir que la hermosa ave que le había obsequiado un sultán vecino pudiese volar. Ella siempre se veía espléndida, descansando sobre una rama. Día y noche en el mismo lugar. El rey llamó a los mejores adiestradores, quienes con singulares pruebas hacían lo imposible para que el ave volara. Siempre terminaba en frustración. Un día llegó al palacio un nuevo adiestrador, quien ofreció sus servicios y se comprometió a cumplir la labor. A media mañana, el rey fue convocado a los jardines de palacio y grande fue su sorpresa al ver que el ave estaba volando a una altura considerable. Pasado el primer momento, entre la sorpresa y la admiración por aquel personaje, el rey quiso saber cuál era el secreto. El adiestrador solo respondió: "Fue muy fácil, simplemente me limité a cortarle la rama."

En nuestra historia argentina, muchos nos han dado el ejemplo de volar alto. ¡Quizás ahora haga falta gente buena que nos corte la rama a la que estamos acostumbrados!

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